LIBRO: EL OPUS DEI - ANEXO
A UNA HISTORIA
AUTORA: María Angustias
Moreno
ANTE LA IGLESIA
Una Asociación que nació para ser, según
su Fundador, "el brazo largo de la Iglesia". Una
Asociación que se siente pionera del apostolado seglar,
de la dedicación (que primero fue consagración)
a Dios en medio del mundo. Una Asociación que se proclama
querida por Dios para esta época nuestra. Una Asociación
que tiene que contar con muchas dificultades en sus aprobaciones
jurídicas, dice Monseñor Escrivá, "porque
se adelantó a los tiempos".
En la Obra se enseña que lo primero es el amor al
Papa, ser muy romanos. Y cuando algún miembro de la
Obra va a Roma -a la casa central de la Obra- la visita inicial
ha de ser a la tumba de Pedro. El cariño y la veneración
al sucesor de Pedro, como a la Iglesia en sí, ha de
ser nota que caracterice a los socios del Opus Dei. Y cuentan
cómo el Padre valora los encuentros con Su Santidad,
y lo entrañable hijo suyo que se siente, y cómo
se confía a él. Todo ello unido a la disponibilidad
de la Obra ante la Iglesia, en cuanto está deseando
ir a cubrir puestos de trabajo que otros quieren menos, como
la Prelatura de Yauyos, por ejemplo. Todo eso es verdad, una
verdad digna de elogio. Que no deja a la vez de tener sus
sorpresas (son las eternas contradicciones de la Obra), frente
a la realidad de otras verdades también, que entre
la Obra y la Iglesia se ocasionan. Ahora, justo ahora, cuando
la Iglesia misma está ilusionada en esa línea
de maduración y apertura (que no quiere decir, ni de
hecho tiene por qué serlo, de concesiones); ahora,
en esa Asociación "pionera y brazo largo",
la posibilidad de doctrina (lecturas, conocimientos y actuaciones)
tiene que reducirse, atrincherarse, en lo aportado antes de
la primera mitad de nuestro siglo, en la doctrina de Trento,
en los Papas Pío IX y Pío X.
Son enormes las prevenciones que en la Obra existen a ceder
o a conceder, a contaminarse. ¿Por qué? Formarse,
sí. Resguardarse, ¿como flores de invernadero?
El Padre usa este ejemplo precisamente para decir que no,
que "no quiere a sus hijos flores de invernadero",
pero sigue siendo sólo la teoría.
No debió de ser nada fácil, para aquellos primeros
de la época de Cristo, discernir y encajar el mensaje
evangélico; no lo ha sido nunca para la Iglesia; basta
conocer su propia historia. ¿La Iglesia en el mundo
de hoy?, se dice... y se buscan "revisiones"..,
se problematiza con las circunstancias de los tiempos. Ni
el desorden moral, ni la degeneración sexual, ni las
idolatrías de nuestra época, nada de eso tiene
que ver con la realidad de la degeneración del entonces
Imperio Romano. Época, sin embargo, que es la que Cristo
elige para fundar su Iglesia. Hoy como entonces, Cristo deja
que la tempestad arrecie y se queda dormido en el cabezal
de la barca para probar la fe de los suyos, para enseñarles
que nada tienen que temer mientras sea a Cristo a quien lleven
con ellos.
Pero ¿qué hubiera sido de esa historia si su
acción se hubiese centrado en replegarse sobre sí
misma, prevenidos sobre los demás? Una Iglesia en la
que surgen las más aventuradas osadías y aberraciones,
sí, las ha habido siempre; pero siempre también
retadas por aquellas palabras del Maestro que asegura que
"el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras
no pasarán".
"Yo estaré con vosotros hasta siempre."
"No tenéis que temer a mi pequeño rebaño."
Seguridad sí, pero una seguridad que no puede en modo
alguno ser compatible con "jactanciosas reservas",
ni triunfalistas ni prevencionistas.
La Obra se jacta de su postura doctrinal ortodoxa, que hace,
puede hacer y ha hecho su bien. No lanza especulaciones esnobistas,
no se precia de avanzada... En su día, sin embargo,
fue toda una innovación, y como tal luchó para
que se aceptara. Entonces, y ahora también, esas ideas
de su fundador, lanzadas como vanguardistas, de una espiritualidad
renovadora, sí vale, eso sí. Vale en cuanto
es la Obra misma, su idea, su selección de las propias
cosas de la Iglesia, que hoy casi todos los demás,
la mayoría, tratan tan mal, según entienden
ellos.
Puede que no quepa achacar a la Obra errores doctrinales
de comisión. Pero ¿y de omisión o de
suficiencias? ¿De esas omisiones de temas, de asuntos,
de actuaciones suyas, de colaboración, de acogidas...
a las que únicamente aporta el VACÍO más
absoluto? ¿Eso, acaso, no tiene que contar también?
Sus predicaciones, sus escritos, sus organizaciones todas
están encauzadas a convencer a los suyos de que la
Obra, y sólo la Obra, es lo seguro, lo único
capaz de salvaguardar la fe y la verdad auténticas.
Pero una verdad y una fe según la propia selección
y adaptación del Padre; con su más noble y santa
intención, no lo dudo; pero seguros de que son ellos
y sólo ellos -basándose en esa tradición
de unos años distintos a los de ahora ya sedimentados-,
los que van por el mejor camino. ¿Acaso no es demasiada
jactancia?
Contar con la aportación de tantos hombres y mujeres,
maravillosos, que nos han precedido, no carece de interés.
Es una gran ventaja haber llegado a la Iglesia en una época
en la que tantos han ido por delante roturándonos el
surco. Y es de una elemental sensatez contar con ellos y buscar
el apoyo y la solidez que da el trascurso del tiempo.
Pero sin olvidar, sin renunciar, creo yo, a la actualidad
de un mensaje, tan de ayer como de hoy, viejo y nuevo (evangélico)
que sigue exigiéndonos, igual que a los que nos precedieron,
el compromiso de nuestra actuación, en nuestro tiempo.
No vamos a inventar nada, no se trata de eso. Pero sí
de no privar de su actualidad a aquel pasaje de la vida del
Maestro (Juan, 16-12) en el que nos asegura que "aún
tengo muchas cosas que deciros, que no podéis ahora
comprenderlas. Mas cuando venga el Espíritu de Verdad
os conducirá a la verdad plena". El Paráclito
que sigue asistiendo a la Iglesia, por el que la Iglesia es,
hoy como ayer, ahora como hace cien años y en una necesidad
de superación constante, acción viva hasta el
final de los siglos. En Juan se cierra la Revelación,
pero no precisamente la acción del Espíritu
en su Iglesia.
El hombre, la naturaleza, la vida misma es, necesita ser,
una constante evolución (sin saltos de especie no científicos
ni conflictos trascendentes sin fundamentos). Evolución
es el despliegue progresivo en el tiempo de las maravillas
de la Creación Divina. Es la gran dignidad que Dios
ha querido brindar a sus criaturas de procrear con Él.
Procrear, cooperar, que no puede quedar reducido a hacer niños.
La vida del cuerpo, la vida del espíritu, la vida entera,
es COOPERABLE. Es, debe ser, acción. Acción
en lo físico, acción en lo intelectual, acción
en la vida del espíritu. Acción eclesial. Acción
personal integrada. De ahí, entiendo yo, que no podamos
pararnos en unos años que pasaron, en unos tiempos
que ya no son. Ahora, por exigencias de esa misma evolución
de los tiempos, los hijos de la Iglesia necesitan una formación
proporcionada, grande, como grandes son los medios con los
que para ello contamos; como grandes son los elementos entre
los que tenemos que debatirnos. Con trigo y con cizaña,
como siempre; precisamente el hecho de que el trigo se dé
con la cizaña es algo que carece totalmente de novedad.
Y una cizaña que no puede, no debe ser arrancada de
cuajo, "no sea que estropeemos también el trigo",
también es de siempre. Como tampoco la solución
será huir de la cizaña alegremente, ya que sería
tanto como abandonar a la vez el trigo.
Dificultades las hay, y grandes. Y hay que formarse bien,
y pertrecharse adecuadamente, y saberse defender de los peligros.
No se trata, por supuesto, de que haya que jugar con fuego,
ni de que sea necesario probar el cianuro para conocer el
efecto que hace y poder "opinar" de todo, como algunos
argumentan pretendiendo con ello desmerecer menos de sus propias
bajezas.
Formarse sí. ¿Sectarizarse?
Dicen que en este quedarse en lo de atrás, ve el Padre
la mejor manera de velar por sus hijos, de hacerlos santos.
Monseñor desconfía de nuestra época
de tal manera que, a modo de ejemplo, ha determinado que hasta
los elementos de trigo y vida que se utilicen para las consagraciones
de las misas de la Obra, sean cultivados expresamente por
hijos suyos. No le parece suficiente ni la "delicadeza"
ni la seguridad de que lo hagan otros.
En la Obra se seleccionan las encíclicas que deben
ser difundidas. Se difunde de las predicaciones de los Papas
lo que el Padre determina. Se sigue insistiendo en el uso
del latín. Se considera necesario seguir asistiendo
al templo con velo.
Ante la desaparición del Índice -como censura
de libros- se crea en la Obra la más exhaustiva praxis
prohibitiva y preventiva de todo tipo de lecturas. Se desaconsejan
-se vetan- incluso revistas y periódicos. Se censura
la televisión, etc.
En la Obra importa el amor a la Iglesia, pero sin que importe
que unas personas con vocación eminentemente secular
(por eso nos hicimos del Opus Dei y no carmelitas) se vean
sometidas a prevenciones y sistemas tan aseculares.
El sacerdote en la Obra, dice su fundador, es un socio más.
Y realmente lo es. Lo es condicionado y constantemente asediado,
de la misma manera que los seglares, por continuas praxis,
guiones y consignas, que han de delimitar totalmente su ministerio.
Sin más consideración con unos hombres que se
ordenaron por una necesidad de servicio a la Asociación,
con una vocación ante todo secular, y por un amor al
sacerdocio que se inculca en la Obra, y que luego más
bien se utiliza que se respeta.
A un sacerdote que daba una clase a seglares (de la Obra
también) comentándoles los sacramentos, le preguntaron
por qué la Iglesia daba preferencia a la preparación
de los padres y espera al día comunitario para la administración
del bautismo, y sin embargo el Padre insistía en la
mayor importancia de que sea inmediato; a lo que aquél
contestó, con toda sencillez, que sólo era porque
el Padre lógicamente no abarcaba toda la problemática
de la Iglesia, de las necesidades de los pueblos, por ejemplo,
y por eso lo ve distinto. Ante lo que no cupo otra contrapartida
que llamar a ese sacerdote inmediatamente para que se ocupara
en otro tipo de actividad, ya que su contestación a
la pregunta aludida debería haber sido que "si
el Padre lo dice él sabrá por qué, y
de seguro es lo mejor".
Otra vez, algo muy parecido sucedía a otro sacerdote,
encargado de dar unas clases sobre encíclicas; y al
que preguntaron por qué no estaba incluida la "Populorum
Progressio" en las que se habían de tratar en
dicho ciclo, y contestó que porque no la habían
puesto en el programa, en vez de decir que porque no era necesario,
que hubiera sido lo correcto (según el buen espíritu
de la Obra). Al día siguiente le sustituyeron en la
mencionada programación de clases. Son ejemplos pequeños,
pero creo que expresivos.
Unos sacerdotes que cuidan al extremo su dignidad incluso
en el aspecto externo. En una época en que se agradece,
y se agradece porque una no sabe a título de qué
solicita acogida y a qué ley o disciplina eclesiástica,
muchos sacerdotes se dedican a vestir de "cualquier manera";
una no sabe qué es lo que los desmerece de mostrarse
ante los demás como tales, qué es lo que necesitan
disimular u ocultar, o qué quieren aparentar distinto
a lo que por vocación les corresponde. Se agradece
y te ayuda entre otras cosas a evitar confusiones absurdas
e innecesarias. Algunos se permiten opinar que vestir con
traje sacerdotal (el que sea, que eso es lo de menos) o hábito,
es disfrazarse; curiosa objeción en una época
en la que el "disfraz" (cada uno se viste de lo
que quiere) es precisamente lo que menos sorprende. En tal
caso, de los militares o de cualquier tipo de uniforme habría
que pensar igual; quizá argumentando que, en estos
últimos casos, el uniforme es sólo para las
horas de trabajo. Con la única diferencia dc que en
el caso de una dedicación consagrada a Dios el servicio
no puede ser sino ininterrumpido. Para otros el motivo parece
que sea el poder rnezclarse con todos más fácilmente.
Yo diría que más fácilmente también,
día a día, nos vamos quedando sin sacerdotes-sacerdotes.
Cuando a un maestro de la Fiesta Nacional se le quiere decir
el mejor piropo, se le llama "torero-torero"; por
eso mi expresión ha sido, en este caso, la de "sacerdotes-sacerdotes".
Sacerdotes con una misión ministerial de formar y dirigir;
no de arrogarse, impropiamente, diría yo, el hacer
apostolado laical. No hace el hábito al monje; pero
sí creo que podría ser una manera de vivir la
sinceridad y la autenticidad, virtudes tan evocadas y cacareadas
hoy día, la de presentarse ante los demás como
lo que cada uno somos, consecuentes --hacia dentro y hacia
fuera- con la misión que hemos elegido. Una apariencia
externa, la de los sacerdotes de la Obra, que me ha evocado
este comentario, no precisamente porque crea yo que la dignidad
o autenticidad dcl sacerdote esté en la sotana. Sí
en una vestimenta sacerdotal (ni fachosa ni frívola).
Como tampoco para ir bien es necesario usar colonia Atkinson
-es un detalle a modo de ejemplo- y hay sacerdotes de la Obra
que la usan. Dicen que porque se la regalan; y yo digo que
también a los regalos cabe renunciar. Como hay que
tener en cuenta que no todos los sacerdotes tienen, para este
cuidado de sus cosas, las facilidades que tienen los de la
Obra. Es parte del trabajo profesional de un buen número
de asociadas atender todas estas necesidades de los varones
de la Obra (sacerdotes incluidos) con la máxima solicitud.
Por lo que entiendo que así como su ejemplo puede ser
un estímulo, nunca deberá ser motivo de desmerecimiento
para los que tienen que valérselas con mucho menos.
Los sacerdotes de la Obra, decía, son hombres con
una vocación eminentemente secular, que se ordenaron
para servir a la Asociación, con todo su contexto de
cosas. Por lo que la mayoría ni saben ni pueden hacerlo
de otra manera, no tienen otra clase de vocación sacerdotal,
lo que significa que a nadie debe extrañar que cuando
dejan la Obra los haya que se secularicen. Que no me impide
sentir verdadera pena al verlos renunciar, al que lo haga,
a algo tan grande como es el sacerdocio en sí mismo.
Hombres que ante las mismas cosas que vengo contando y por
su situación (de sacerdotes) se encuentran en una postura
aún más comprometida y costosa. Se van, o los
obligan a irse, siempre que en algo (aun opinable) no estén
dispuestos a someterse totalmente y los dejan, en tales casos,
sin más aval ante ningún Obispo, sin más
aportación de "currículo" de los servicios
realizados, de la cantidad de actividades sacerdotales desempeñadas,
nada; los dejan solos, totalmente solos de la noche a la mañana;
igual de solos que todos los demás. A pesar, y "además",
de ese amor grande al sacerdocio del que tanto se alardea
en la Obra.
En la Obra, desde siempre, cuando más de dos sacerdotes
viajan juntos, en el caso incluso de acompañar al Padre,
alguno de ellos normalmente se vestía de paisano, para
hacerlo (decían) más natural. En excursiones,
en épocas de cursos de verano, etc., también
se solía hacer. El propio Monseñor comentaba
un día en la administración de una casa de ejercicios
(Molinoviejo), a la que pasó acompañado de otros
dos señores vestidos de seglares (estaban haciendo
un curso de verano en la residencia contigua): "Hijas
mías, no os asustéis (dada la total prohibición
de que los seglares varones pisen las casas de las mujeres),
estos dos que me acompañan son sacerdotes; pero, como
ya sabéis, el hábito no hace al monje."
Se ha hablado toda la vida de que los sacerdotes de la Obra,
ordenados después de acabar una carrera universitaria,
cuando fuesen más suficientes para atender desahogadamente
los ministerios sacerdotales, ejercerían también
sus propias profesiones.
Adoptando, sin embargo, una postura reacia y despectiva a
cualquier actitud de ese tipo de las que se vienen dando en
la Iglesia de hoy. Es verdad que la Iglesia necesita quizá
más que nunca del ministerio sacerdotal, y de la dedicación
plena de éstos; su ejemplaridad extrema puede ser tal
vez una aportación importante a las particulares circunstancias.
Pero ¿por qué unos cambios tan bruscos en la
Obra? Parece como si lo que buscaran fuese ir siempre a contracorriente,
diferenciados.
Según Monseñor Escrivá, la Obra no tendría
nunca escuela teológica propia, como prueba de su única
vinculación a la Iglesia romana y universal. Pero la
Obra ha necesitado y necesita centros específicos e
independientes, con una autonomía muy peculiar, para
formar sus propios núcleos de ideas, sometidas, vigiladas
por el siempre único criterio de su presidente general.
Con necesidad de -¿crear escuela?- determinar escuela
si se prefiere.
Cabrían al respecto muchos ejemplos, de la Universidad
de Navarra, de las distintas editoriales y organizaciones
de este tipo montadas por la Obra. Como obras corporativas,
como labores personales de los suyos, o como se quiera, pero
al fin y al cabo promovidas y movidas por la Obra. Pero prefiero
dejar estos temas a quienes los hayan vivido en el "ruedo";
yo sólo los conozco desde la "barrera".
Decía que la Iglesia tiene dificultades y que son
estas dificultades las que la Obra enarbola para prevenir
y aislar a los suyos. En la Iglesia hay, sí, sacerdotes
y hasta obispos que personalizan y hacen daño, y desorientan,
y está mal. Pero ¿quiénes son los que
van más a lo suyo?, ¿quiénes los que
más se desentienden del conjunto grande y amplio y
necesitado?, ¿quiénes los más altivos
a la hora de definirse a sí mismos como los mejores,
los infalibles?, ¿quiénes, en todo esto, más
atrevidos que los de la Obra?
¿Será, acaso, que los católicos más
formados, los dedicados por vocación a hacer la Obra
de Dios, y por motivos precisamente de esa dedicación,
sean ellos los que tengan que vivir más replegados,
más alejados, encerrados en su propia fortaleza, para
no contaminarse con nadie? Lo que la Iglesia necesita de esos
hijos fieles y preparados ¿será precisamente
la prevención que en la Obra se vive? ¿De qué
servirla un médico que huyera en las epidemias para
no contagiarse?, ¿qué clase de caridad para
los enfermos puede ser huir de las enfermedades con peligro?
A mí, personalmente (a modo de ejemplo), al consultar
sobre la conveniencia de leer o no un libro de Tresmonttant,
a un sacerdote de la Obra, tuvo que contestarme (muy a pesar
suyo) que lo leyera yo, que estaba ya fuera, y luego se lo
comentara para que él me aconsejase; de otra manera
no podía hacerlo.
Son retazos deslavazados; y, sin embargo, actuaciones muy
concretas de cómo en la Obra se hace Iglesia, se mentaliza
y se organiza a los suyos sobre lo que ellos conciben como
ser Iglesia.
Lo que diga Monseñor Escrivá debe estar siempre
muy por encima de lo que pueda decir otro Monseñor
cualquiera (sobre la Iglesia, se entiende) por muy Monseñores
que los demás sean. Lo que opine el Padre nunca será
para los socios de la Obra rebatible por nadie, a ningún
nivel de jerarquía. Será él quien determine
lo aceptable o no aceptable para sus hijos de cualquier opinión
de esa misma jerarquía. Así y sólo así
se entiende esa afirmación (ya comentada) de Monseñor
Escrivá, en la que asegura que <el que se sale de
la Obra se sale de la harca y va a la oscuridad..
En la Obra, a instancias de su Fundador, se considera y venera
la actitud de Santa Catalina de Siena con la Iglesia. Valiente
y decidida al afrontar y defender la integridad de un Pontífice
y contribuir con ello a salvar a la Iglesia. Para ellos cabe
esa actitud frente a la Iglesia y frente al Papa. Pero no
cabe, no se admite, no puede ser sino osadía y soberbia,
la misma clase de actuación por parte de los miembros
de la Obra, con alguna directriz de ésta con alguno
de sus directores, que pueda afectar o recaer de alguna manera
sobre la persona del Padre. En la Iglesia puede haber errores;
en el Padre (según ellos), no.
Y yo, que creo en la instrumentalidad de Monseñor
Escrivá dentro de la Iglesia de parte de Dios; que
creo en su intención de desvelo y entrega personal
a ella, a un apostolado sin regateos de esfuerzos ni cansancios;
que creo en su amor a la Iglesia, no tengo el menor impedimento
en encontrar a su vez errores serios, actuaciones muy corregibles
del Padre frente a la Iglesia. Santo Tomás fue un gran
santo, un gran teólogo, y tuvo errores también.
Y sin embargo nada de esto cabe en la mente de los hijos del
Padre, respecto de él, sino como una tremenda aberración,
una auténtica deformación de la mente, una tentación
diabólica que hay que rechazar.
La Obra es, por supuesto, una Asociación de la Iglesia.
Pero ¿está la Obra integrada en la Iglesia?
¿Hay en la Obra, además del afán de servir,
afán de aprender y de ser una hija más, sin
condiciones, de la Iglesia? ¿Puede la Iglesia, tiene
opción para perfeccionar o pulir la Obra como Asociación
suya? ¿Debe tenerla?
Monseñor desea que la evolución jurídica
de la Obra la lleve a ser una diócesis sin territorio,
en la cual su obispo sería el mismo presidente general.
Y yo me pregunto: ¿una diócesis sin territorio?,
¿de qué manera esa condición diocesana
encajaría en el estilo suyo de gobierno, de dominio,
de determinaciones? ¿De qué manera llegaría
a una integración en la Asamblea de la Iglesia (Episcopal)
a nivel de diálogo, cooperación, situación
de igualdad, etc.?
Si ANTE LA OBRA SE HA RENDIDO LA SOCIEDAD, LA PRENSA, LA
ECONOMIA, LA POLITICA; Y SI ES LA JGLESIA LA QUE, SIN EMBARGO,
AUN MANTIENE SUS RESERVAS, LA UNICA QUE NO HA CONCEDIDO NI
CEDIDO EN ALGUNAS COSAS, ESTOY SEGURA DE QUE SÓLO ES
PORQUE LA QUIERE Y LA VALORA MAS Y MEJOR.
Dicen entre ellos que "si el Padre no tiene más
entrevista con el Papa, y más intervención directa
en las cosas del Vaticano, es porque hay malas actuaciones
que le hacen la zancadilla". Cuando no pueden alardear
de que ante el Padre las puertas se abren y las consideraciones
se extreman, hay que achacarlo a la incomprensión,
a la mala interpretación, a la actuación no
recta de los demás, siempre de los demás. Nunca
a la manera insuficiente e inadecuada en que se actúe
desde dentro de la Obra. Ningún Papa, en consideración
de los suyos, ha entendido hasta ahora debidamente a la Obra.
El que venga, dice Monseñor Escrivá, el que
venga, puede ser el siguiente o el otro, ése lo hará.
Por eso "hay que pedir por el Papa que venga", insiste
desde hace años el Padre.
En el Concilio Vaticano II, según contaba Monseñor
en una tertulia en Barcelona, a un grupo de asociadas, en
el año 66, lo único que saldría canonizado
sería la santificación del trabajo ordinario,
esencia del Espíritu de la Obra; y añadía,
comentando algunas actuaciones de los socios que trabajaban
en la Santa Sede por entonces, que todo ello era porque al
Papa (continuaba bromeando) no sólo le sopla el Espíritu
Santo.
Las ordenaciones de sus sacerdotes son cada año el
destello enorgullecedor de la maravilla del sentido sacerdotal
que la Obra promueve. Muchos jóvenes, todos con carreras,
curriculum admirable. Se ordenan, yo diría, con todos
los títulos que la vida, los medios de vida que han
tenido, les ha hecho posible conseguir. ¡Ojalá
muchos otros hubieran tenido las mismas posibilidades! Un
grupo numeroso, sí, pero que a pesar de todo no es
superior, por ejemplo, al que en Cracovia (una sola diócesis
de Polonia) se ordenaron en el año 73 (fueron cuarenta
y tantos), mientras que en la Obra son de setenta y tantos
países; de esa misma nación habían salido
también ese año 200 misioneros. En Roma, en
julio del 75, se ordenaron 400 sacerdotes en la Basílica
de San Pedro, de una sola vez; de todo el mundo, sí,
como en la Obra.
Las comparaciones no tienen por qué ser odiosas cuando
lo único que se pretende es objetivizar con ellas.
Ante la ortodoxia de la Obra hay comparaciones que pueden
seguir siendo aleccionadoras; quizá mejor REFLEXIONADORAS,
¡ ojalá lo fueran!
Hubo una época en la que se prohibió a todos
los miembros del Opus Dei recibir a ningún jesuita
en ninguna de las casas de la Asociación ni siquiera
tratándose de algún familiar (hermano incluso)
de los socios de ésta. Había que concebir a
la Compañía como un peligro. Sí es verdad
que hubo un tiempo, al principio de la Obra, en que algunos
jesuitas dedicaron ataques muy especiales a ésta (en
Roma y Barcelona especialmente). Esa vez, los motivos, justificados
o no, no nos los explicaron, fue sólo una "indicación"
(una orden) que cumplir, sin más razones, como tantas
otras veces más.
Para los de la Obra, esa medida frente a la Compañía
era una aleccionadora y conveniente actitud; lo mejor para
el bien de todos, puesto que así lo disponían
sus directores. Todo ello como componente de la universalidad
y catolicidad de que la Obra se precia tanto.
Para los de la Obra -es un detalle más- el 19 de marzo,
por encima del día del Seminario, es el santo de Monseñor
Escrivá. El día dedicado a pedir especialmente
por los sacerdotes es el aniversario de la ordenación
de los tres primeros de la Obra; otro día distinto.
En mi experiencia personal puedo asegurar que hay una predicación
constante y grande a los socios de la Obra, sobre la necesidad
de amar a la Iglesia, de hacer Iglesia, de salvar a la Iglesia;
pero encuadrada en todo este contexto de sucesos y hechos,
con todos sus condicionamientos.
En la formación de la Obra se aprende a descubrir
a la Iglesia, pero ha sido fuera y sólo ahora cuando
he podido empezar a sentirme de veras Iglesia. Quizá
porque la semilla es buena, pero dentro se ahoga; hay que
sentirse ante todo de la Obra, sobre todo de la Obra.
Se ahoga y deja una tara grande, dura, difícil salir
de ella. ¡Cómo cuesta!, cómo cuesta dejar
tantas prevenciones sobre todo lo que no sea la Obra. Dejar
esa mentalidad de que "sólo los sacerdotes de
la Obra son seguros, son de confianza". "Sólo
en la Obra se hacen las cosas como es debido." Movimientos
apostólicos, homilías, escritos, celebraciones
litúrgicas, todo lo que no sea la Obra ¡ojo!
"que se cometen muchos errores", "es una pena
(dicen a continuación) una pena ante lo cual debe evitarse
la crítica (no la censura), rezando por esas personas".
Pero una pena que forja, fomenta hacia todo lo que no sea
la Obra, una desconfianza total, una prevención constante.
Algo muy difícil de superar. ¿Me estaré
pasando al enemigo?, te oyes por dentro cuando me parecen
buenas, estupendas, otras cosas que no son la Obra. Cuesta,
hace falta tiempo, tiempo para que se vaya cayendo ese caparazón
que crean para salir de ese estado de conciencia, para liberarse
de tal mentalidad, aun tratándose de personas, como
en mi caso, por ejemplo, poco dadas a fanatizarse.
Hay quien cree que sin esa armadura, sin esa ayuda y protección
de la Obra, es imposible ser santos. Hay quien encuentra que
prescindir de ello es una temeridad. Hay quien se siente impotente,
y se sigue refugiando en ella, aun a costa de todos los problemas
que le suponga. Los hay cuya mentalización alcanzada
es tanta, que creen realmente que la Obra es lo único
infalible, por lo que abandonarla es esa enorme locura que
tanto deja que desear de la persona.
Yo, por mi parte, puedo seguir asegurando que no he llegado
a echar de menos ninguno de sus cuidados, de sus charlas,
de sus consejos, de sus diálogos, de sus apostolados,
nada. Porque era eso precisamente lo que me costaba y me repelía,
por contradictorio.
No me siento desmerecida. He dejado la Obra, y me he encontrado
más con la Iglesia. Con una Iglesia llena de problemas,
de necesidades, necesidades reales y serias, objetivas, distintas
a las de la Obra (tan rebuscadas) que tanto preocupan y ocupan
a los suyos. Con una Iglesia compuesta de personas llenas
de egoísmo, de bajezas humanas. Pero con una Iglesia
que trasciende en la realidad de Cristo. Que tiene una cabeza
visible, humana, y por humana con limitaciones y debilidades
constatables a lo largo de la historia. De una historia que
a su vez es toda una garantía de la solidez de un Magisterio
que trasciende a la persona.
En la Obra, la fidelidad a la Iglesia tiene que ser una consecuencia
de la fidelidad al Padre; a mi entender, y quizá una
de las causas por la que estoy fuera, la Iglesia va antes
que la Obra. La palabra del Papa antes que la del Padre; y
muchos escritos de nuestro siglo muy por encima de los de
Monseñor, sin el menor deseo de desmerecer a nadie.
Y eso en la Obra no es admisible.
Dicen que la Iglesia para Monseñor es su pasión
dominante. En las tertulias a que él asiste debe evitarse
hablar de temas referentes a las cosas que pasan en la Iglesia,
para no hacerle sufrir. Está -se cuenta del Padre-
enormemente afectado por todo lo que pasa en la Iglesia. De
donde lógicamente hay que intuir una desgraciada y
negativa situación de toda ella frente a la cual sólo
queda la ortodoxia de la Obra.
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