EL OPUS DEI - ANEXO A UNA
HISTORIA
AUTORA: María Angustias
Moreno
4. LOS QUE SIGUEN
¿Por qué, si las incoherencias que yo denuncio
de la Obra son ciertas, si todo lo que vengo contando es una
realidad objetiva, por qué hay tantos que siguen? Me
interesan especialmente esas personas -que las hay- inteligentes,
buenas, con prestigio profesional, con capacidad de raciocinio.
¿Cómo logran superar esas contradicciones, cómo
las explican, por qué perseveran?
A la vista de tantos socios, de tantas labores en marcha
y en tantos países, ¿no parecerán desprovistas
de fundamento mis afirmaciones? Y, en el caso de que se me
crea, ¿cómo concordar mi verdad con la verdad
de unos hechos tan patentes? ¿Cómo aunarlas?
Creo que la solución está en la historia, en
volver la vista atrás y constatar acontecimientos semejantes
entre los hombres a lo largo de los tiempos.
No, no es ninguna contradicción que en la Obra haya
muchos socios, muchas posibilidades de todo tipo, muchos medios,
y, a la vez, muchas incoherencias: como en tantas otras instituciones
de todo tipo.
¿Qué dice la Obra de sí misma? Que es
sencilla, que es auténtica; que sus socios son iguales
a los demás hombres, son gente corriente en medio del
mundo. Sin embargo, nada más llegar inculcan exhaustivamente
que ser de la Obra es algo maravilloso, lo ¡mejor del
mundo, lo más grande. Algo que, como lógica
consecuencia, hace mirar a los demás como desde un
pedestal: se entra en la iluminación de los grandes
misterios, se es elegido entre miles para formar parte de
un cuerpo perfecto; los demás ¡qué pena!
siguen allá abajo, envueltos en las tinieblas del error,
expuestos a todos los peligros. Por el hecho de ser de la
Obra, siempre estará uno en lo cierto, se dará
la doctrina segura a esos pobres equivocados, deformados,
ignorantes e ingenuos; porque, nada más llegar, uno
está ya avalado, apoyado y garantizado por los directores,
personas especialmente selectas (así debe concebirse)
que poseen, 'por estar unidas al Padre, el don de lo inerrable.
Porque el Padre no se equivoca nunca, y en la Obra todo pasa
por el Padre: "habéis de pasarlo todo por mi cabeza
y por mi corazón", dijo repetidas veces Monseñor
Escrivá a los directores.
"Somos el resto del pueblo de Israel -decía un
sacerdote de la Obra a un grupo de asociadas en una clase
doctrinal-, somos lo que queda del pueblo fiel a Dios, lo
único que puede salvar hoy día a la Iglesia.
A esa Iglesia en la que parece que el Espíritu Santo
esté de brazos cruzados. Somos nosotros -se refería
a los de la Obra- los que, con nuestra fidelidad al Padre,
tenemos que salvarla." No se trata del comentario aislado
de una persona fanática, ya he dicho antes que nunca
aduciré esta clase de testimonios; me consta que este
comentario responde a un sentir institucionalizado, a esa
suficiencia tan peculiar de la Obra. Tampoco me propongo afirmar
que todos los sacerdotes de la Obra piensen y argumenten así;
pero es cierto que si quieren ejercer públicamente
su ministerio, han de hacerlo en este estilo, so pena de ser
relegados a tareas secundarias.
Es impresionante la suficiencia espiritual que se vive en
la Obra, y que se basa en ese hilo directo, en ese "teléfono
rojo" que une al Fundador con Dios. Sin intermediarios.
"El Cielo está empeñado en que se realice"
la Obra a través de lo que piensa y se propone Monseñor
Escrivá. Por tanto, no hay nada que temer. Como no
hay "nada" que dialogar con "nadie": "lo
quiere Dios, y basta". Hay que mirar sólo hacia
arriba, hay que desentenderse de toda preocupación,.
hay que desechar necesidades personales, incluso la necesidad
de razonar: ¿para qué? "Dios es el que
permite las cosas, y todo lo demás sobra." Así
y sólo así es como se entiende en la Obra las
necesidades de los suyos; así es como se logra, por
reducción "ad absurdum", la sencillez, la
desproblematización de sus miembros; a esto es a lo
que se le llama "sentido sobrenatural" y entrega.
El silogismo es apabullante: el Padre lo dice, luego es Dios
quien lo quiere.
"Mira hacia arriba, ten visión sobrenatural...
¿No lo entiendes? No importa, no hace falta: esto es
fidelidad", aseguran. Y yo me pregunto; acaso así,
de esa manera ¿no se puede ser igual del Opus Dei que
comunista?
Si no importa entender, si el convencimiento ha de ser -por
principio- previo al razonamiento, si ha de declinarse en
otro la capacidad del intelecto para encontrar la razón
de lo que cada día ocupa, ¿en qué se
diferencia del totalitarismo más exacerbado? ¿Qué
queda de la dignidad individual?
¿Mentalizaciones e influencias programadas no son
la manera de forjar una clase muy determinada de personalidad?
¿No es todo esto una auténtica manipulación
de las conciencias para lograr la masificación de sus
actitudes?
Así se puede comprender que haya tantos que se van,
porque, a pesar de los pesares, se sienten hombres libres
y enteros, y se niegan, con clara conciencia de integridad,
a ser autómatas. Pero... ¿acaso no explica esto
también la permanencia de tantos?
Dentro ¿por qué? Porque han aceptado, quizá
inconscientemente, esta manipulación. Porque creen
en ello. No ya en una doctrina, ni en un estilo, ni en una
espiritualidad determinada: creen en la persona del Fundador,
y basta. Bien claro se dice que esto es lo único que
hace falta para ser de la Obra (en el terreno ideológico,
claro). Sí, puede afirmarse con toda certeza que están
los que "creen" en el Padre. Y esta creencia en
el Padre es tan absoluta que llega a subordinar a ella todas
las demás creencias: en la Iglesia, en la sociedad.
Sí, sé de quien ha llegado a dar la explicación
de: "Creo en la Iglesia porque creo en el Padre",
y sé también que esta idea es compartida por
muchos.
Algún lector ajeno al tema quizá esté
sorprendido y no llegue a entender el sentido de la palabra
"Padre" referido al Fundador. En la Obra, ningún
sacerdote es Padre, sólo lo es Monseñor Escrivá.
Además, por indicación expresa, es Padre con
mayúscula. Más de una vez, cuando era de la
Obra, tuve que rechazar la tentación que me asediaba
cuando venían a mi mente aquellas palabras del Evangelio:
"Uno solo es vuestro Padre, el Padre Celestial"
(Mateo, 23,9). No creo que el hecho de que esto sea así
tenga en la Obra mayor importancia, no le encuentro trascendental.
Pero sí significativo...
Los que siguen son, pues, los que han llegado a creer que
"sólo" a través del Padre les viene
la voluntad de Dios, y que "sólo" identificándose
con él podrán alcanzar la santidad. Igualmente,
creen que negarse a aceptar estos presupuestos es negarse
a la gracia misma, negarse a su vocación personal;
es traicionar a la Obra, y, en consecuencia, directamente
al mismo Dios.
La admiración y toda clase de cariño y veneración
que pueden admitirse en la Obra sólo caben referidas
al Padre, orientadas al Padre, producidas por el Padre.
Incluso la fraternidad tiene su origen en el Padre: todos
son hermanos, pues son hijos del Padre. Una fraternidad -ayuda
y afecto entre los socios- que tal y como se vive en la Obra,
en teoría, existe una maravillosa fraternidad: el lema
de los tres mosqueteros -"todos para uno y uno para todos"-
palidece ante lo que ella encierra.
Fraternidad que sería maravilloso contar con ella,
poder vivirla, tal y como su teoría la plantea. Pero,
en la realidad, se encuentra atrincherada, machacada, secuestrada,
entre prejuicios y prevenciones constantes. Y así,
una fraternidad llena de posibilidades queda reducida a algo
diluido, colectivo y genérico, que sólo sirve
para hacer de los socios una "piña" para
protegerse y defenderse de terceros.
Si algún socio se propone ser estímulo y ayuda
para otros socios, en concreto, se le acusa inmediatamente
dc hacer "capillitas" y de faltar a la unidad. La
personalidad del Padre no admite que haya nadie más
que pueda destacar.
Como expresión de esa "visión sobrenatural"
que debe caracterizar a todos los miembros de la Asociación,
en la Obra "nunca pasa nada". Pase lo que pase,
nunca nada debe preocupar, nunca las cosas -los problemas
de las personas- necesitarán una atención específica:
importa la labor y sólo la labor, porque "con
sentido sobrenatural, sólo cabe confiar en que, pase
lo que pase, nunca pasa nada", y añaden repitiendo
la frase de San Pablo: "Para los que aman a Dios todo
es para bien." Y el juego de palabras se redondea en
esta frase de "buen espíritu": "Si pasa,
¿qué importa?; y si importa, ¿qué
pasa?"
Para los que aman a Dios todo es para bien, efectivamente,
pero no creo que esa frase sea patente de corso para que el
que manda pueda desentenderse de las consecuencias de su mandato;
sí creo que el verdadero sentido de estas palabras
pueda quedar iluminado por aquellas del refrán castellano:
"Dios escribe recto con renglones torcidos."
Por la experiencia de los años que he vivido en ella,
yo diría que en la Obra, más que no pasar nada,
lo que ocurre es que NUNCA IMPORTA NADA DE LO QUE PASA a las
personas, siempre que el prestigio de la asociación
quede a salvo.
Pero volviendo al punto de partida, hay muchos que están
en la Obra, que siguen en ella, porque están convencidos
de que esto, todo esto, es para ellos la mejor manera de vivir
una entrega generosa. Y hay algunos -pocos- que están
muy a gusto; otros.., no tan a gusto, sin dejar por eso de
estar empeñados en su valoración. Los hay también
que sufren, y sufren mucho, esperando, anhelando que algún
día eso que ellos creyeron y entendieron que debía
ser la Obra se haga realidad. Sufren y piensan, y no quieren
pensar; ven y no quieren ver; porque saben que oponerse no
sirve para nada dentro, y no quieren, por otra parte, marcharse.
Porque conocen la enorme dificultad, la impotencia que existe
para dar con su marcha un testimonio eficaz, por el desprestigio
que se lanzará contra ellos.
Siguen también todos los que muy cansados ya de decir
y luchar aportando experiencias, de escribir incluso al Padre
en carta cerrada (es uno de los medios que existen, pero que
no suele tener consecuencias), cansados de no poder conseguir
ni encontrar ningún eco a esa necesidad de coherencia
que ven que no existe, cansados pero que se han ido haciendo
mayores, están porque saben lo difícil que sería
volver a emprenderla fuera. Han gastado en la Obra sus mejores
años y sus mejores afanes. La edad no deja de ser un
obstáculo para la salida.
Están muchos que, como yo y tantos otros, años
atrás, veíamos en nuestra lucha desde dentro
nuestra mejor posibilidad para lograr una solución,
una reacción favorable.
¿Me atreveré a asegurar a éstos, basándome
en mi experiencia personal, nada corta, que su lucha está
condenada al fracaso? No les quiero cerrar una puerta a la
esperanza, aunque para mí ya quedó suficientemente
descartado. Es triste llegar a la edad madura -a esa edad
en la que el cuerpo pide serenidad y reposo- y encontrarse
abocado a tomar una decisión que cierra una etapa de
tantos años. Gente estupenda, gente que siguen o están
ahora en la etapa de búsqueda y esperanza, de poner
antes todos los medios desde dentro, para dejarlo tal vez
también cuando, como otros, crean haber agotado sus
posibilidades.
Siguen también los que han quedado mentalizados por
la idea del Fundador, tan repetida, de que el que se va "va
al abismo, va a la oscuridad del océano, se sale de
la barca. No doy por su alma ni cinco céntimos".
Hay otra categoría de socios que se encuentran en
la Obra como pez en el agua: autoritarios por temperamento,
ven en sus métodos y tendencias la más perfecta
adecuación con sus ideas. Sobre todo, si las pueden
exponer desde arriba, desde los cargos directivos. Éstos
conciben la Obra como un frente armado para la lucha, estricto
y militante, que se opone a otros sistemas (el comunismo,
por ejemplo) empleando sus mismas bazas: consignas, sometimientos,
mentalizaciones, despersonalizaciones, mitificación
del líder, etc. Todas las artes son válidas,
todo vale: si los "otros" las utilizan para el mal,
también cabe, de igual manera, manejarlas para el bien.
Unos fines buenos, no lo pongo en duda, pero ¿y los
medios? ¿Se puede defender, desde un punto de vista
cristiano, el empleo de sistemas que atacan los valores fundamentales
de la dignidad humana (la libertad responsable, la individualidad
personal) aunque estén movidos por los más puros
fines espirituales?
Luego hay otro apartado: los socios que a través de
una profesión externa muy absorbente consiguen la evasión
necesaria para superar o contrarrestar los acogotamientos
de la praxis de la Obra. (Me estoy refiriendo a los numerarios
y numerarias -socios internos cabría llamarlos, o de
dedicación plena-. Los agregados -que viven con su
familia- y los supernumerarios -casados-, puesto que su dedicación
es distinta tienen otros problemas; sus dificultades y sus
ventajas son diferentes.) Sobre esta profesión-escapatoria
puede ser significativa la respuesta de un famoso arquitecto,
ex numerario, en una entrevista publicada recientemente; le
preguntaba la periodista Alicia de Matoses si le había
costado mucho trabajo salirse: "en efecto -respondió-;
quise hacerlo varias veces desde el principio, pero entre
ejercicios espirituales y otras cosas fui tirando, refugiándome
en el gran sedante que es para mi la arquitectura y el trabajo".
Por último, siguen también aquellos a los que
les resulta cómodo ser de la Obra. Porque es cómodo
que todo lo den hecho, pensado, triturado, masticado; cómoda
es la seguridad, y la protección a todos los niveles
que brindan desde dentro. Para quien no tiene iniciativa,
para el cobarde o para el pusilánime, el dejarse llevar,
el tenerlo todo determinado de antemano, sin posibilidad de
duda y sin esfuerzo, es la gran comodidad deseada. Lo verdaderamente
incómodo es tener una conciencia personal. Porque dentro
de la Obra no cabe el derecho a discernir, a elegir, a decidir,
a contribuir; porque no cabe que nadie pueda afirmar, en conciencia,
que tiene algo que objetar, algo que pedir, algo que aportar.
En la Obra -argumentan- tuviste ocasión de elegir
una vez, cuando decidiste seguir la llamada al Opus Dei a
través del Padre. Se elige una vez y para siempre.
Yo estaría de acuerdo con este planteamiento si hubiera
elegido, conscientemente, "esta" Obra; pero elegí
otra: a mi me hablaron de una vocación ajena a estrecheces
y a cuadriculamientos, me dijeron que venia a una "organización
desorganizada" (son palabras del Fundador), corriente
y secular, sin más prerrogativas que ser y luchar por
ser cristianos auténticos, en una mutua colaboración
y apoyo, llena de afán de virtudes, sin compromisos
ni obligaciones coercitivas, sin mandatos cuarteleros.
Milicia, sí, pero como se entiende dentro del Cuerpo
Místico de Cristo, por el hecho de ser su parte militante:
milicia en cuanto a una vida interior disciplinada y comprometida.
Pero ¿funcionamientos a lo ejército? Se nos
dijo que en la Obra no existían las órdenes,
"no hay mandatos, existe sólo el "por favor",
la indicación o el consejo". ¿Cómo
deducir de ello que lo que denominan consejo es en realidad
una orden estricta, y que, o se acepta toda esta disciplina,
más severa que la de cualquier cuerpo militar, o se
está de más, se tiene mal espíritu?
En la Obra no cabe la conciencia personal porque en ella
no se cuenta con el ineludible e intransferible deber de ejercer
la responsabilidad particular. Aunque se predique, aunque
se teorice, sobre la necesidad dc una oración sin anonimato,
sobre una santidad que es respuesta personal de cada uno.
Son conceptos, que, una vez más, caen arrollados ante
la realidad.
Cuenta sólo lo escrito, y escrito está todo,
hasta lo más opinable.
Es asombroso el ardor legislativo desplegado por Monseñor
Escrivá en su Obra: son centenares y centenares las
notas internas de gobierno que llegan continuamente a las
casas, señalando el exacto y único criterio
de actuación ante las situaciones más variadas
y más singulares. En torno a esos escritos las medidas
de seguridad son rigurosísimas: desde Roma a los gobiernos
locales más alejados, esos escritos se transportan
a mano -y, durante el viaje, nunca se han de dejar de la mano-,
para evitar la más remota posibilidad o extravío
que pudiera librar esos preciosos escritos a manos extrañas.
Para mayor seguridad, están redactados a máquina
en papel corriente, sin firma ni encabezamiento, con las palabras
más comprometidas expresadas en siglas que sólo
conocen los interesados. Una vez llegadas a su destino, esas
notas internas se guardan en armarios cerrados, cuya llave
custodia la directora -o director- en otro cajón también
cerrado. Por supuesto, esos documentos de gobierno no están
al alcance de todos los socios; sólo los leen -y los
comentan a los demás si así está indicado-
los directores y algunos miembros de la Obra seleccionados.
Para acabar de complicar aún más este engranaje
burocrático, esos escritos son constantemente anulados
o sustituidos por otros, y hay que hacer desaparecer los documentos
invalidados reduciéndolos a cenizas.
Los directores han de cumplir y hacer cumplir lo indicado
en esos escritos de la manera más estricta, sin el
menor descuido, sin el menor retardo, sin la menor interpretación:
un fallo en ese campo significaría, de inmediato, su
relevo en el cargo.
Según los propios socios de la Obra, no importa el
número de los que se van, porque es mucho mayor el
de los que entran. Se van -dan a entender- los que se cansan,
los soberbios, los que no son generosos; al tiempo que llegan
muchos jóvenes, llenos de vida y de entusiasmo. Se
van -diría yo- muchos de los que tienen poco que dar,
porque "lo dieron todo"; llegan chicos y chicas
muy jóvenes -en su gran mayoría, adolescentes
que no han cumplido siquiera los quince años-, inexpertos,
ingenuos, maleables. Muchachos que se encuentran con un ambiente
grato, con abundancia de medios, con aparente liberación
(independencia de las ataduras que, a su edad, les impone
todavía la familia) que favorece su más incondicional
disponibilidad.
"No nos importan las estadísticas", asegura
Monseñor Escrivá. Pero sí importa, y
mucho, el número de los que piden la admisión
en la Obra cada año. Incluso se llegan a fijar cupos
por casas o ciudades, y se exhorta con vehemencia a los socios
para que no dejen de lograr esas cifras.
Una vez entrado en el juego de la Obra, es difícil
romper el cerco que la Obra crea; es muy difícil jugarse
esa facilidad amable de una situación social privilegiada,
bien respaldada, de una vida resuelta. Una asociada explicaba
así su permanencia: "a mí me dan de comer,
vivo bien, y eso me compensa aunque no esté de acuerdo
con muchas cosas". Vivo bien, y hago cosas buenas, añadiría
yo por ella, pues sé que esto también lo piensan.
En efecto, en la Obra se cuenta con muchos medios agradables;
casas inmejorables, descansos anuales llenos de comodidades,
ambiente social selecto, trabajo seguro. Así es fácil
ser bueno; facilidad y felicidad que encima dicen que son
fidelidad. ¿Cómo no pensar que sólo por
ello hay muchos a los que les vale la pena seguir?
Aunque otros nos hayamos atrevido a pensar en la necesidad
de aportar una reacción personal distinta, jugándonos
la facilidad, la felicidad y (según ellos) eso que
llaman fidelidad a un compromiso de conciencia cara a Dios.
Marcharse de la Obra no es fácil. Y no lo es por cuanto
he venido exponiendo. Como no lo es, tampoco, por la necesidad
de prestigio de la asociación, que sólo consentirá
en ello cuando quede bien claro, hacia dentro y hacia afuera,
que esa salida tiene una razón de incapacidad, de expulsión
por motivos "suficientes" o de infidelidad culpable.
Por eso, porque no es fácil, porque no se entiende
sino como una deshonra, son muchos los que se sienten incapaces
de tomar esa determinación; son muchos los que se imponen
"la necesidad de no planteárselo"; son muchos,
en fin, los que prefieren las dificultades de dentro a la
problemática de la salida: les viene grande, muy grande,
el peso de la "deserción" contra el que tendrán
que debatirse.
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