EL
OPUS DEI - ANEXO A UNA HISTORIA
AUTORA: María Angustias
Moreno
INTRODUCCIÓN
¿Un tema de moda? ¿Un desquite?
¿Una acusación, una crítica, una delación?
Un informe más bien; conciso, escueto.
No me interesa la anécdota, aunque a veces
la utilice como ayuda a una explicación.
Me interesa, me mueve un deber, un derecho;
una intención, un deseo.
¿Un gesto? (el mío) amable y cordial, sereno.
¿Una intención? OBJETIVIZAR Y COMPLETAR.
Nunca he sido ni cartuja ni jerónima,
pero veo que de estas Órdenes se cuenta y se sabe...
y no les importa.
De los jesuitas, las resoluciones de su
último Capítulo General se comentaron en la
prensa.
¿Será, tendrá que ser realmente, la Obra
una excepción?
Nunca el egocentrismo pudo ser considerado santo.
¿Derecho a la intimidad? ¿A qué intimidad?
¿Frente a qué o frente a quién?
Cristianos corrientes, pueblo de Dios, Iglesia.
De la Obra se saben y se cuentan cosas, sí.
¿Se sabe y se cuenta su verdad o sólo su teoría?
Relatos, éstos, que son experiencia vivida.
Tema árido, delicado.
Difícil y fácil. Complejo. Y necesario.
Sin afán de señalar a nadie; pero sí
de no
dejar que a nadie se le "señale"...
al menos, no sin que cuenten todos los
elementos de juicio.
Introducción
Tenía todos mis apuntes redactados cuando se produjo
la muerte de Monseñor Escrivá. Ante la noticia,
mi primera reacción fue de sorpresa: ¿cómo
es posible? No era una impresión, sino una pregunta,
en el más estricto sentido de su significado. ¿Cómo
ha podido morir ya, ahora, en 1975?
Y la evidencia se imponía una vez más. Y se
imponía produciéndome una auténtica distensión:
se había roto el enorme muro de su personalidad humana.
Había dejado de existir esa personalidad suya como
única razón y medida de toda acción y
de toda obligación de las personas de la Obra. Única,
indiscutible, infalible, absoluta, en todo y para todos, dada
la significación que se le había dado en la
formación de los socios y la especial mentalización
que a éstos se les imbuye.
La potencia de esta personalidad, el mito que se había
creado en torno, su manera de exponerse y de imponerse, me
habían hecho difícil, muy difícil, llegar
a concebir que a Monseñor podía ocurrirle algo
tan corriente, tan igual a los demás humanos, como
el hecho de morir.
Realmente la muerte no perdona a nadie, la muerte es la única
que no establece diferencias. Todos acabamos muriendo, todos
igual. A la vez, es también la muerte la que define
para cada persona la verdadera y distinta dimensión
de su vida.
En el caso de Monseñor, ahora ya, la imposición
de su estilo, de su manera de pensar, de hablar incluso, dejará
quizá de tener un carácter dictatorial y arrollante
para pasar a adquirir proyección eterna. El hecho de
que una persona, una vida -la misma vida- formen parte de
la Iglesia triunfante en el seno del Padre Celestial, concede
a ésta unas prerrogativas que, a mi entender, no son
arrogables, aplicables, en el curso de su vida terrena. Ahora
es distinto, puede ser distinto.
De entre unas cuantas opiniones recogidas alrededor de este
acontecimiento recuerdo una, de un miembro de la Obra precisamente,
que comentaba que había que rezar mucho por el Fundador,
ya que había tenido que encontrarse con la auténtica
verdad ante Dios, y que la verdad de tantas cosas y tan variadas
podía haberle resultado muy dura. Y lo decía
con cariño.
Yo no creo que estas cosas que pueden haber resultado tan
lamentables en su efecto y que han tenido tan dolorosas consecuencias,
tengan que serle aplicadas a título exclusivamente
personal. Pienso que sus acciones han sido movidas por la
mejor intención. La dedicación de su vida, la
extensión de su apostolado, la proyección de
la Obra por él fundada, tienen, por supuesto, su buena
parte positiva. El juicio sobre la repercusión de unos
hechos propios de la Obra debe hacerse sobre la veracidad
de unos datos constatables, bajo la autenticidad de los propios
acontecimientos, en concreto y personalizados; pero, a la
vez, con suficiente magnanimidad para saber desligar el hecho
en sí y su repercusión sobre terceros de la
intención subjetiva de la persona que lo realizó.
Y por eso, por todo eso, después de la muerte de Monseñor
Escrivá no veo necesidad de cambiar lo que yo tenía
escrito, ni quitar, ni poner, ni corregir siquiera el tiempo
de los verbos.
Es un testimonio vivido en presente, al que, lógicamente,
no tiene por qué afectarle lo que haya sucedido después.
Un testimonio meditado y madurado. Redactado ahora, desde
donde estoy -fuera de la Obra-, justo por imposición
de esa muralla, de ese silencio, de ese total rechazo que
institucionalizó en la Obra la persona de su Fundador
frente a aquellos que quisimos, antes que nada, resolver desde
dentro las incoherencias que nos afectaban.
Un testimonio, una relación de hechos, que escribí
contando de antemano con la repulsa del Padre -una repulsa
que sólo sería una repetición más
en la cadena de sus actitudes-, y que hoy, ante él
precisamente y ante su nueva situación, cuando le es
posible juzgar bajo el prisma divinizado de la verdad, intuyo
que puede provocarle una reacción bien distinta.
Una vida, un decir y un hacer que se hace semblanza, se hace
noticia, se constituye en historia. Y, sin embargo, hoy como
ayer, al escuchar y contemplar en la prensa y en la televisión
las palabras y los hechos de Monseñor Escrivá
espigados para dar testimonio de su persona y de su Obra (suya
como Fundador), he vuelto a sentir la misma enorme desazón
que experimentaba cuando, dentro de la Obra, palpaba la distancia
entre la realidad y las palabras. ¡Cuánto contraste!
¡Qué distinto escucharle... a "vivirle"!
Por televisión nos han mostrado retazos de sus apariciones
en público, en las llamadas "tertulias",
y he tenido que levantarme del asiento, incapaz de seguir
contemplando tanta ficción. Su intención, sus
palabras, su afán de captarse al auditorio poniendo
en juego todos sus recursos, no dudo de que fueran buenos,
alentadores incluso para algunos; pero en el contexto de una
experiencia como la mía su enorme contradicción
necesariamente provoca el rechazo.
¿Un hombre para la historia? ¿Una personalidad
genial y arrolladora?
La historia, en su lento rodar a través de los siglos,
se repite una y otra vez; la multiplicidad de hechos que la
componen se entrecruzan y se anudan, son interdependientes.
Y aunque la Obra rechace para sí cualquier semejanza
o antecedente, en su deseo de aparecer como única y
distinta, es imposible -yo diría que es antihistórico-
dudar de que los tiene. La personalidad de un San Bernardo,
por ejemplo, en la Edad Media, su inteligencia, su poder de
captación fueron causa de un Císter que se extendió
vertiginosamente; entonces como ahora. Y como ahora, el ganarse
la amistad de los poderosos, que tanto encurnbró a
los templarios, fue a la vez la causa de su caída.
¿Las Órdenes Militares no fueron acaso un movimiento
secularizante, al estilo de su época? La historia se
repite. Y se repite en la sabiduría de su experiencia,
con toda su fuerza desmitificadora; se repite imponiendo franqueza
y humildad a todos... a la Obra también, que no es,
ni nunca ha sido, ni tiene por qué serlo, genial y
exclusiva.
"Ha llegado la hora de desligar de la Obra a la persona
del Padre", comentaba también uno de los hijos
espirituales de Monseñor. La Obra, hasta ahora, no
ha sido otra cosa que la persona del Fundador. La inspiración
divina de su concepción, su origen sobrenatural, su
desarrollo posterior, todo, ha necesitado, porque así
lo creyó oportuno Monseñor, estar encarnado
en su propia personalidad, en su personalidad humana. La Obra,
hasta ahora, ha sido él y sólo él. Ahora
tendrá que seguir siendo sin él; a pesar y además
de todo lo que la Obra tenga siempre que deberle (y que agradecerle)
como Fundador.
Ahora la Obra, necesariamente, tendrá que realizarse
según un espíritu, unas Constituciones bien
conocidas, unos caminos claramente delimitados; no podrá
seguir inspirándose únicamente en la "manera
de ser" de una persona, por mucho que esa persona sea
-o se diga- instrumento de Dios. Ahora también, providencialmente,
es la mano de Dios la que ha de actuar sobre la Obra.
Sin duda, la Obra seguirá el rumbo trazado por un
hombre que fue el instrumento fundacional; seguirá
asimilando y dando la misma doctrina que de él recibió,
esa misma abundancia de sistematización establecida,
ahora sellada por la fuerza y la nostalgia (para los que le
han conocido y querido) de la muerte de su propio organizador.
Pero seguirá al menos con la gran diferencia de que
se ha cerrado una época muy concreta; se han acabado
esos tiempos de constantes y desconcertantes cambios de rumbo
que, sobre la marcha, Monseñor nunca tuvo reparos en
que se sucedieran continuamente, paralelos a su personal manera
de ser. Al tener ahora la Obra que empezar a caminar por sí
sola, podrá ser ella, y no una persona determinada.
Quizá tengan que dejar de ser "pequeños";
quizá tengan que plantearse la dura situación
del hijo huérfano que ha de enfrentarse con las necesidades
de la casa para subsistir. ¿Habrá llegado la
hora en que de verdad los socios, todos, puedan sentirse llamados
a hacer la Obra? La Obra tal y como Dios la quiere para su
Iglesia. Tal y como se la inspiró a Monseñor,
tal y como quiso encomendarle que la diera a luz en el mundo.
Hoy, necesariamente, fuera de ese seno engendrador, que tan
empeñado estaba en mantener y en alargar su estancia
en la oscuridad de sus entrañas -a mi entender ése
ha sido el problema-, el Padre podrá seguir siendo
el Padre, pero la Obra tendrá que ser ya la Obra. Él
ha sido y no dejará de ser su procreador (con Dios
y en nombre de Dios), pero la criatura ha de tener vida propia.
¿Entenderán esto los que se consideran sus
hijos fieles? ¿Cabrá esta diferenciación
en la mente de quienes jamás tuvieron problema en admitir
que la Obra y su Fundador eran la misma cosa? ¿Será
posible esta "mayoría de edad", a la que
todos hemos estado llamados en la Obra teóricamente,
al tiempo que había que renunciar a ella para ser dóciles,
y entregados, y como condición necesaria para no incurrir
en soberbia? No lo sé; no sé si será
posible.
Sólo pienso que ahora, ante la carencia de Padre,
quizá sea mayor la necesidad de una Madre, de esa Madre
santa que es la Iglesia; querida y proclamado así por
y para el Fundador de la Obra, pero siempre encuadrada y reducida
a lo que él admitía y decía de ella para
los suyos. El Papa, sí, al que no dudo que Monseñor
Escrivá haya profesado un auténtico cariño
filial; pero primero el Padre. El Padre y, a través
del Padre, la Iglesia. Seguros de que así la voluntad
de Dios era más directa, más segura. "Papas
he conocido varios, Obispos conocéis todos un montón,
pero Fundador sólo uno; y Dios os pedirá cuenta
de haber vivido en la época del Padre" -decía
Monseñor en el curso de una meditación dirigida
a un grupo de hijos suyos, en Londres, año 1962.
Para mí, haberle conocido es un honor, y es a la vez
una obligación. No he podido sentir pena ante la noticia
de su muerte; la felicidad de su gloria no me entristece.
Y entiendo que Dios, una vez más, ha usado de su misericordia.
Se lo ha llevado antes de lo que él mismo había
profetizado, de una manera fulminante, sin opción a
una reacción ni a montaje de ningún tipo, ni
personal ni alrededor de él en el momento y de la manera
precisos para salvaguardar su santidad. Se lo ha llevado cuando
muchos, muy difícilmente mantenidos dentro de la organización,
necesitaban tenerle en el cielo mejor que en la tierra.
Yo diría que la Obra acaba de nacer. Hasta ahora no
había sido ella, sino él. Ahora la criatura
empieza a ser por sí misma. ¿Qué harán
los suyos? ¿Qué reacciones tendrán y
seguirán teniendo? Muchos, me consta, tendrán
una reacción bastante semejante a la mía: forman,
diría yo, el sector realista de la Obra; otros.., quizá
en busca de perpetuar el mito, de seguir provocando histerismos
colectivos que mantengan el eco de una veneración mítica,
serán intransigentes mantenedores de un pasado.
La influencia, la costumbre, la represión de tantos
años no van a ceder fácilmente. Creo que si
yo hubiera continuado dentro no estaría hoy en condiciones
de ver las cosas con tanta claridad, creo que no hubiera contado
ni con facultades ni con posIbIlidades para ello: hay un "deber
de conciencia" que puede y acaba con todo lo personal,
cncuadra todo, anula... ¡tantas cosas!
Son muypocos (aunque sé de algunos) los capaces de
conservar dentro esa facultad de discernimiento que permite
juzgar las cosas sin prejuicios.
Ahora sí, necesariamente, deberá imponerse
el espíritu, el genuino espíritu de la Obra,
su acción verdaderamente eclesial, ocorrerá
el riesgo de quedarse en un fanatismo corrosivo y desprestigiante,
que en nada favorecerá su continuidad.
Para los que sólo conocen la Obra desde fuera, una
vez mas cabe el interrogante: ¿Qué es realmente
la Obra? ¿Cuáles son sus fines? En definición
de su propio Catecismo interno, la Obra es una Asociacion
Internacional de fieles católicos, aprobada por la
Iglesia, cuyos fines son la santidad y el apostolado.
Yo, sin embargo, me pregunto más bien: ¿qué
va a ser, a partir de ahora, de la Obra? ¿Ha acabado
ya esa época de pruritos especiales sobre una sola
persona, que tanto ha dificultado (en mi experiencia) la explicación
y la comprensión de la verdad de la Obra, a pesar y
además de los 60.000 socios de tantos países?
¿Se seguirá centrando todo en el recuerdo y
en la veneración de los mismos, ahora con mayor justificación,
y a la vez tanto más anquilosante, o le cabrá
ante la Iglesia una disponibilidad distinta, una actitud más
asequible, mas sencilla?
Que Monseñor Escrivá sea santo de altar o no,
lo ignoro. No todos los santos han brillado por las mismas
virtudes: los méritos pueden ser muy distintos y muy
variados. Pero lo que no creo posible es que la santidad de
Monseñor pueda basarse precisamente en la sencillez
o en la humildad. A modo de ejemplo:
Monseñores en la Obra hay varios; es un título
honorífico que en la Curia Romana abunda mucho: lo
son entre otros don Álvaro del Portillo, también
lo era don Salvador Canals y varios más. Pero este
dato se ha preferido ignorar hasta que Monseñor Escrivá
ha muerto. Viviendo él, sólo de él debía
hablarse.
También es sintomático el hecho de que Monseñor
Escrivá jamás asistiera, en los muchos años
de su estancia en Roma, a los funerales de ningún cardenal
ni de ninguna personalidad (al menos, no se nos ha contado,
y esas cosas no se dejan pasar tan fácilmente). Él
sólo recibe en casa, se solia argumentar.
San Pablo, con su avasalladora claridad, asegura que la caridad
es superior a todos los carismas: "Y si poseyere el don
de profecía, y el de sabiduría y el de ciencia...
y tuviera tanta fe que trasladara los montes, pero no tuviera
caridad, de nada sirve" (1 Corintios, 13, 1). A Dios
y sólo a Dios queda reservado el juicio. Pero a nosotros
nos sigue tocando aplicar la doctrina.
Los prodigios, los éxitos, el eco de la personalidad
de Monseñor, todo cuenta, todo seguirá contando;
todo seguirá sirviendo de bandera para sus seguidores.
Pero, necesariamente, y para no dejar de ser objetivos, se
ha de contar con ello sin sacraro de su contexto.
Para mi, el mayor milagro que podría hacer el Padre
sería el de devolver a la Obra su sencillez y su autenticidad.
Autenticidad que implica humanidad y secularidad.
Una vez más, en la historia se abre el horizonte de
un futuro... que puede ser espléndido, pero que se
alza ante un campo de batalla sembrado de víctimas.
Son el tributo que esta clase de triunfos suele exigir. El
tributo de unas vidas, unas gentes estupendas, marginadas
y pisoteadas, porque no pudieron -no pudimos- renunciar a
nuestro deber de estar en desacuerdo con aquello que repugnaba
a nuestra conciencia, y nos imponía la imposibilidad
de cooperar con sistema semejante.
Ante el Fundador, este caer arrollados y destrozados no ha
constituido ni siquiera una llamada de atención. Ante
la Iglesia o, al menos, frente a nuestra propia conciencia,
quizá pueda llegar a ser un testimonio de fidelidad
al Cuerpo Místico de Cristo, por encima del cuerpo
de la Obra. Una ofrenda, un sacrificio (uno más entre
tantos otros que han podido seguir caminos distintos, incluso
el camino de sacrificarse dentro) que espera del Cielo, y
no de los hombres, acontecimientos que, a la larga o a la
corta, traigan la solución.
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