LIBRO: EL OPUS DEI - ANEXO
A UNA HISTORIA
AUTORA: María Angustias
Moreno
LOS QUE SE VAN
No voy a asegurar -sería una ingenuidad- que todo
el que se va de la Obra lo hace obligado por las incoherencias
internas de ésta y por una razón de fidelidad
a su propia vocación. Tampoco en esto la Obra es una
excepción entre las familias religiosas de la Iglesia;
la falta de vocación, la incapacidad para la convivencia
y el trabajo, el egoísmo, etc., han sido siempre los
motivos de muchas defecciones, sobre todo en los primeros
años de una vida de entrega.
Pero sí afirmo tajantemente que en la Obra abundan
las salidas por motivos que nada tienen que ver con los anteriores.
Muchas veces se achaca a esta crisis de vocaciones de la
época en que vivimos. Años revueltos y confusos,
dicen. "En todas partes hay defecciones, la Iglesia esta
trastornada, en la Obra las tiene que haber también
como lógica consecuencia." "Aunque -siguen
explicando- son muchas menos que en otras instituciones."
Siempre es bueno, pienso yo, tener niños a mano para
echarles las culpas.
Me atrevería a afirmar que el caso de la Obra es,
precisamente, el más opuesto a este tipo de reacción
que se está dando en tantas otras congregaciones y
que se expresa, por lo general, en afanes de cambio, de revisiones,
de reforma. En la Obra -en mi caso por supuesto y también
en muchos otros que conozco-- la razón ha sido la necesidad
de exigir que se viva lo que se dice. Necesidad de que la
Obra sea realmente lo que en teoría se declara ser,
lo que de ella se aprobó, lo que se cuenta a los de
fuera y luego se vive de tan distinta manera.
Algunos años antes de dejar la Obra yo era directora
de la administración de un centro de ejercicios espirituales
y de formación de numerarias auxiliares de la Obra,
llamado Molinoviejo, cerca de Segovia. En una ocasión
me llegaron una serie de resoluciones emanadas de mis directoras
superiores para que, como si fuera cosa mía, yo las
pusiera en práctica sobre las personas que de mí
dependían. Las estudié detenidamente y, como
me parecían ilógicas (no veía la posibilidad
de que sirvieran de ayuda para nadie), decidí pedir
consejo al sacerdote de la Obra que llevaba la dirección
espiritual de aquel centro. Me conocía bien. Le expuse
mis dudas y, ante mi sorpresa, me aconsejó que renunciara
a la lógica, porque "en la Obra la lógica
no cuenta". Pero no se puede renunciar a la lógica
-le argumenté-; sin lógica dejamos de ser personas
razonables, dejamos de ser libres y carece de sentido la responsabilidad.
Me contestó, por toda respuesta, que lo sentía
por mí, pero que me habían dado "en la
línea de flotación". Bien sabía
él que no había otra posibilidad. Y no la hubo.
No la ha habido para muchos. Hace ya bastantes años,
no hubo ni siquiera para un Consiliario (se llama así
la persona que, en cada país, es la autoridad máxima
dentro de la jerarquía interna; es siempre un sacerdote)
y antes secretario general del Opus Dei, muy conocido en la
vida pública española. Cuando dejó la
Obra le hicieron comprometerse a abandonar España,
para que no se conociera su caso, para que siguiera incólume
el prestigio de la Asociación. Ejemplo este que traigo
a colación para demostrar que la crisis en la Obra
no es cosa de hoy ni de ayer, que no depende tanto de situaciones
circunstanciales como de su propio planteamiento interno.
Todos los miembros de la Obra, antes de emitir los votos
de pobreza, castidad y obediencia que los ligan perpetuamente
con la Institución, están obligados a pronunciar
los llamados "juramentos promisorios". (Últimamente
denominados preparación a la fidelidad.) Con ellos
el socio se compromete a velar por el espíritu de la
Obra, y a comunicar con total sinceridad a los directores
inmediatos todo lo que juzgue que puede ir en contra de ese
espíritu.
Esos juramentos y esos votos perpetuos -son la llamada "fidelidad"-
se hacen al cabo, como mínimo, de siete años
de permanencia en la Obra. Las fases anteriores -la "admisión",
la "oblación"- son sólo períodos
de prueba. A partir de la fidelidad la persona está
realmente en condiciones y con derecho (que es deber) de ser
y hacer el Opus Dei.
Además, algunos socios y asociados, cuidadosamente
seleccionados por los directores centrales y por el Padre
para tareas de gobierno y de formación de los restantes
socios, repiten esos juramentos más específicamente
determinados, comprometiéndose a una especial y delicada
vigilancia sobre la integridad y la autenticidad del espíritu
de la Obra. Esos socios se llaman "inscritos".
Pero cuando, por imperativo de esos juramentos que nos obligaban
en conciencia, quisimos cumplir ese deber de vigilancia, nos
encontramos una y otra vez con que había que callar.
Nadie, nadie que no fuera el propio fundador y aquellos que
estaban dispuestos a ser su "eco fiel", tenían
nada que decir, nada que hacer personalmente. Nadie, por prestigiosa
que sea la ejecutoria de sus servicios a la Obra, tiene nada
que hacer, excepto ser portavoz, altavoz y transmisor o, simplemente,
receptor.
Pretender ejercer el compromiso antes aludido sólo
sirve para estrellarse contra él. Para que deje de
merecer toda esa confianza que el ser invitado y seleccionado
para ello había supuesto tu fidelidad, y pasar a pertenecer
a una especie de "lista negra" que, a partir de
entonces, hará a una incapaz de ser propuesta para
un cargo de responsabilidad. No hay otra postura ni otra solución:
o se olvida todo lo que choca y se tiene fe "ciega"
en el Padre, por todo y ante todo, o hay que irse. Y cada
vez con menos impedimentos se está imponiendo este
tipo de selección, de liminación facilitada,
que libera a la Obra de reacciones internas comprometedoras.
¿Que se salen más? No importa. Ya se cubrirán
esas defecciones bajo una explicación "adecuada".
Lo decía un socio de la Obra, sabio y anciano, que
murió hace unos años: el lema para perseverar
tiene que ser "rezar, callar, trabajar y sonreír".
Y eso, y así, para hombres y mujeres que consideran
como piedra de toque de su vocación la secularidad,
la condición de personas de la calle, normales y corrientes.
En teoría, se llega a la Obra "para ser sobrenaturales-siendo
muy humanos": para seguir siendo lo que se era, con todas
tus posibilidades al servicio de Dios y de los demás
por Dios, viviendo un cristianismo pleno y consecuente, inteligente
y secular. Que en la práctica, se encuentra luego con
la tremenda despersonalización a que te someten, con
la "imposibilidad de ser secular" que ello implica,
y con "la falta de libertad responsable" a que todo
ello reduce.
¿Por qué estamos fuera? Por eso, por todo eso.
Porque dentro y desde dentro no hay nada que hacer. Porque
dentro todo lo que no sea reducirse a ser manipulado es insolencia,
es soberbia, es tentación diabólica. Hay que
agradecer, aplaudir, alardear y pregonar lo que dicen y sólo
lo que dicen, hay que difundir y fomentar los sucesos anecdóticos
positivos, con estilo realmente ingenuo y pueril, aun a costa
de sacar de donde no hay. No se trata tan sólo de ahogar
el mal en abundancia de bien, sino de ahogar y ocultar todos
los hechos reales y humanos que no interesen al montaje. Todo
lo que no se enfoque así es prueba de "mal espíritu",
término éste de clara raigambre dictatorial
que, como espada de Damocles, pesa sobre el encogido ánimo
de los socios.
Estamos fuera porque dentro, en ese aislamiento cada vez
mayor, en el que no cabe enterarse de nada, excepto de aquello
que ha sido filtrado y seleccionado por los directores, no
puede mantenerse una vida realmente secular y auténtica.
Por "discreción" no se puede hablar, ni comentar
con los de dentro ni con los de fuera. No se puede, es imposible,
mantener una vida sencilla y normal. Son muchos los prejuicios,
son enormes las prohibiciones, son excesivos los condicionamientos.
Si se pretende mantener la manera de ser, el estilo propio,
apoyado en la fuerza de las posibilidades de cada uno, la
convivencia se hace imposible. Se parte de la base de que
no hay nada que comunicar, nada nuevo que aportar: lo único
es lo que "transcurra" únicamente por los
caminos trillados de siempre. Cabría estudiar por qué
la TVE tiene tanto predicamento en las casas de la Obra; creo
que la razón puede estar en que todos prefieren enfrascarse
ante un programa anodino antes que iniciar una conversación
vacía y sin sentido. Las tertulias, concebidas como
momentos de expansión en una convivencia familiar,
se convierten así en unos momentos agobiantes y tediosos,
llenos de sonrisas huecas que no logran disimular la falta
de intimidad.
En la Obra -dice el fundador- "está la farmacopea
para todo". Una farmacopea que ha de ser compatible con
ese "si importa, ¿qué pasa? si pasa, ¿qué
importa?" que antes he comentado. Con lo cual, si lo
que pasa no importa, ¿qué objeto tiene asociarse?
¿Qué valor tiene una medicación interna?
Nunca pasará de ser un simple "slogan" hueco.
"A hijos distintos, trato distinto", "cada
uno como si fuese único": palabras, slogans, citas
del Padre que se quedan en soluciones estereotipadas, en prevenciones,
en praxis encasilladoras y anquilosantes. Para todos lo mismo,
y "al pie de la letra".
Si una persona está pasando una crisis y quieren retenerla
porque conviene, se le permitirán todos los caprichos
(tipo de ocupación, descansos, lugar de residencia,
etc.) con tal que eso la haga ceder. Lo que no está
autorizado es la valoración de las circunstancias que
llevaron esa persona a la crisis, para evitarlas en lo sucesivo.
En la Obra se recurre con frecuencia a medios extraordinarios
mientras se descuidan los ordinarios. Se cuentan y suenan
las atenciones deslumbrantes, y se procura que éstas
creen una imagen de la benevolencia de la Asociación,
pero por debajo de ese relumbrón quedan ahogadas y
disimuladas desatenciones diarias y primordiales, de mucha
mayor entidad y repercusión.
Siempre, y una vez más, la apariencia: la Obra ha
de ser, ha de mostrarse de una manera determinada, esplendorosa,
triunfante, sin ningún fallo. Las personas sólo
son útiles si contribuyen a ese brillo; ¿a qué
precio? Al que sea. Los socios han de estar constantemente
en guardia -una guardia, yo diría, enfermiza- para
no sentir ni consentir nada que no sea lo que la propia Obra
les propone o les pide. "Personas en medio del mundo
" pero de un mundo distinto, alejado, irreal, exclusivo
de la Obra. Cercado, cerrado, suficiente por sí mismo
y para sí mismo, pregonando una tarea común
de salvación de todos (los de fuera), pero "escafandrados",
para no tener que compartir ni que contribuir. Contribuir
en tantas cosas ordinarias y buenas, que son las causas comunes
de los católicos.., no, la Obra no contribuye, no participa;
su campo es la Iglesia, pero su parcela ha de quedar bien
separada, distinguida.
Lo importante en la Obra es formarse, recibir y asimilar
bien el espíritu. La formación de la Obra preocupa
y ocupa a infinidad de personas, que dedican a esta tarea
muchas horas diarias. Formación empapada de un enorme
dogmatismo: todo se selecciona y se acota según Monseñor
Escrivá determina, concibe y aprueba, a lo que las
personas se han de someter sin la más mínima
posibilidad de objeción: a título de humildad,
de docilidad, de "conditio sine qua non" para ser
fieles. Las clases, las charlas, los medios de formación,
muy abundantes y constantes, son, a la vez, intocables e inmutables.
En ellos jamás se puede intervenir para preguntar,
objetar u opinar sobre algún punto: la silenciosa y
reverente escucha es la única actitud admitida. ¡Qué
sintomático resulta, y qué esclarecedor, ese
rechazo institucional del diálogo!
Formación y su complemento: la dirección espiritual.
En la Obra enseñan que la dirección espiritual
compete primordialmente a los seglares, a los que hay que
abrir la conciencia semanalmente en la llamada "confidencia"
o "charla". También se insiste en que la
misión de los sacerdotes de la Obra estriba sólo
en la confesión sacramental, en la predicación
y en algunas labores de formación. En la confesión
sacramental el sacerdote ejerce, por decirlo así, una
dirección espiritual complementaria. Cada casa tiene
asignado un sacerdote, que es el confesor ordinario (me refiero
concretamente a las casas de mujeres, pues ignoro si en los
centros de varones tienen en eso un régimen similar
o distinto). Disciplina común contenida en el Código
de Derecho Canónico para las casas de religiosas. Las
asociadas tienen la obligación de pasar a confesarse
con él cada semana o, al menos, pasar a recibir su
bendición. Si alguna olvida esta norma, se le recuerda
"persuasivamente".
Existe para salvaguardar la libertad de que no sea únicamente
el confesor ordinario de la casa o centro el obligado, existe
la denominación de otro sacerdote -llamado extraordinario-
que sustituye periódicamente al ordinario. Dado el
caso, y por dificultades especiales, se puede solicitar permiso
para confesar con otro sacerdote, si es de la Obra; pero cuando
la asociada acude a solicitar el preceptivo permiso a la directora,
ésta procura disuadirla con múltiples razones:
no hay que ser diferente de las demás, todos los sacerdotes
de la Obra son iguales y van a decir las mismas cosas, etc.
Si esos argumentos no convencen y la interesada se muestra
recalcitrante, cabe dentro de lo posible que se llegue a pensar
que su petición oculta motivos inconfesables. Son rarísimos
los casos en que se concede tal permiso, y, si se logra, no
faltan presiones a la asociada para que vuelva cuanto antes
a la normalidad del rebaño..
Confesarse con un sacerdote que no sea de la Obra lleva consigo
connotaciones mucho más graves. Una de las primeras
cosas que se enseñan a las recién llegadas -e
incluso a los que, sin pertenecer a ella, reciben su formación-,
es en frase del Padre: "Podéis confesaros con
quien queráis, pero quien obrara así demostraría
no tener el espíritu del Opus Dei y me daría
un gran disgusto. La ropa sucia se lava en casa." Insistiendo
en el tema, Monseñor Escrivá ha elaborado una
significativa teoría, que repite constantemente en
todos los medios de formación: como dice Cristo en
el Evangelio, no todos son buenos pastores del rebaño.
Unos son asalariados y cobardes, que huyen al ver venir al
lobo y permiten que éste destroce las ovejas. El Buen
Pastor, por el contrario, se preocupa de su rebaño,
lo mima y lo protege. Explica que el Buen Pastor es el Padre
y, por delegación, el sacerdote de la Obra destinado
a cada centro. Todos los demás, "todos",
son asalariados, que entrarían a saco en el alma del
socio o asociada que consintiera en tal tentación.
No tienen gracia de Dios para darle consejos, desconocen el
espíritu de la Obra y, aunque fuera con buena fe, conducirían
esa alma al descamino. Por tanto, un miembro de la Obra que
acude a un sacerdote ajeno a ella demuestra una total falta
de espíritu y ha iniciado el camino de la defección.
"Deja al Buen Pastor para ir al salteador y extraño."
No exagero lo más mínimo: a lo largo de mis
años en la Obra son tantas las veces que he oído
todo eso, que incluso creo estar repitiendo palabras textuales,
aunque no las entrecomille.
Tener sacerdotes de la propia organización para atender
a los socios es, en principio, una suerte. Lo que ya no parece
tan positivo es esa pretensión de exclusivismos que
denigra a los restantes sacerdotes de la Iglesia de Dios y
constituye, entiendo yo, un no pequeño abuso de la
autoridad con respecto a las asociadas de la Obra. Una Obra
-lo repito una vez más- que predica que sus miembros
son cristianos corrientes y que ama su libertad por encima
de todo.
Volviendo al tema: en la Obra se dice que los sacerdotes
ejercen dirección espiritual. Si por dirección
espiritual se quiere entender repetir en el confesonario los
mismos slogans y los mismos tópicos que se machacan
en meditaciones y charlas, entonces sí, los sacerdotes
de la Obra son directores espirituales, pero si por dirección
espiritual se entiende una orientación cuidadosa y
atenta a las circunstancias personales de cada individuo,
entonces, categóricamente, no. Los sacerdotes, más
que nadie, saben que su misión en el confesionario
es ser únicamente portavoces del Padre so pena, en
caso contrario, de verse apartados de este ministerio.
No son cosas que cuente por "cotilleo", sino porque
creo que son un conjunto de realidades, vividas, que pueden
ayudar a entender por qué algunos estamos fuera de
la Obra. Y lo estamos no porque no podemos aceptar esos planteamientos
para nosotros mismos -quizá para alguno asumirlos hubiera
sido un sacrificio personal meritorio- sino porque no nos
parece honrado ser un eslabón más de la cadena
que consiente semejantes sistemas para imponerlos a otros
que vendrán detrás de nosotros.
Y dejamos la Obra, "a pesar de los pesares", como
tanto gusta repetir a Monseñor Escrivá. De los
pesares que supone el desgarrón de no poder encontrar
una solución distinta dentro. De que por ello se nos
considere desertores, de que todos se nos definan en contra.
De que se explique, se pregonen y se consientan (los directores
especialmente) causas y motivos tan opuestos a los reales
de nuestra desvinculación. De que se nos una a ese
grupo confuso de defecciones "en razón de los
tiempos", sin que nadie quiera avalar nuestra verdad.
De que haya quienes -por ejemplo un conocido numerario del
Opus Dei-, aprovechando su renombre público y en un
medio de difusión público también, afirmen
que no conocen ningún motivo razonable por el que se
haya tenido que marchar ningún socio de la Obra.
Somos muchos, bastantes más de los que se supone,
quienes, antes que consentir esa clase .de sistemas, hemos
preferido buscar una postura de acción y reacción
desde fuera, a pesar de los pesares. A pesar, además,
de tener que romper con tantas amenazas y coacción
aplicadas a nuestra conciencia, so pretexto de que nuestros
motivos carecían de fundamento.
Después de todo, estamos fuera porque, de hecho, no
nos importa demasiado lo que puedan difundir de nosotros,
"el qué dirán": no buscamos el prestigio
de tejas abajo. No nos resultan suficientes las compensaciones
humanas, el seguir compartiendo honores, amistades, prestigios
colectivos, etc., a costa de renunciar a unos planteamientos
de vida hechos de cara a Dios. Los mismos que un día
nos movieron, "a pesar de los pesares", a vincularnos,
y que ahora nos llevan a no querer comulgar con ruedas de
molino. Convencidos de que hacer la Obra es una cosa y otra
bien distinta vivir de un mito personal, aunque ese mito se
llame Monseñor Escrivá de Balaguer.
Fidelidad creo que sólo puede ser sinónimo
de lealtad. Y nada más lejos de ello, entiendo yo,
que la comedia de consentir sin asentir, de la misma manera
que el inhibicionismo so protesta de fidelidad.
"Ay de vosotros, hipócritas", dice Jesús.
Me estoy refiriendo a lo que en general puede ser la comedia
de "representar" sin realmente compartir. Hipócrita
se opone a consecuente.
Indudablemente la postura del publicano resulta a Dios mucho
más agradable que la del fariseo "a pesar de los
pesares". Me remito al Evangelio: "El fariseo, puesto
en pie, oraba así en su interior: "¡Oh Dios!,
te doy gracias porque no soy como los demás hombres
ni tampoco como el publicano ese. Ayuno dos días en
semana, pago el diezmo de todo lo que poseo." El publicano
empezó quedándose a distancia, no osaba levantar
siquiera los ojos al cielo sino que golpeaba su pecho y decía:
"¡Oh Dios!, apiádate de este pecador."
Os digo que éste bajó a su casa justificado
y no aquél..." (5. Lucas 18,9,15).
Nuestra postura (la de los desvinculados por los motivos
que me ocupan) quizá tenga que ser la del publicano,
sobre todo considerada bajo el prisma de la Obra. Al fin y
al cabo honrosa y merecedora postura, al menos de cara a Dios.
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